
Foto del poeta Eugenio Montejo tomada por Vasco Szinetar
El presente texto es uno de los ejemplos de blanco poético de un modo semejante, pero distinto, del modo como el blanco fue un ejemplo de blanco pictórico para el pintor supremacista ruso Kazimir Malevich, según podemos observar en su obra Blanco dentro de blanco. El Taller blanco , escrito por el poeta y ensayista venezolano Eugenio Montejo (1938- 2008), es un ensayo poético autobiográfico en el que narra cómo, durante su niñez, la experiencia diaria de contemplar a su padre, practicando el ritual meticuloso de fabricar el pan, a partir de ese polvo blanco que es la harina, lo hizo a él como poeta. A falta de la musa que con sus velos blancos, sedosos y transparentes, le sedujera y despertara en él ardorosas y dolorosas pasiones, Montejo tuvo el privilegio de contemplar desde niño, a diario, a los hombres trabajando, rodeados día y noche de la blancura de la harina. Montejo recuerda cómo marcó su memoria esta blancura que lo contagiaba todo: las pestañas, las manos, el pelo, pero también las cosas, los gestos, las palabras. Nuestra casa se erguía como un iglú, la morada esquimal, bajo densas nevadas. Una blancura que le permitió contemplar con familiaridad y como en un deja vu, las experiencias en las que ésta era protagonista. Como cuando años más tarde en París contempló cómo nevaba. La impresión que podría haber ejercido sobre este poeta la experiencia de ver Y sentir sobre su cuerpo) cómo caían inmaculados copos blancos de nieve, diminutos y casi irreales, como flotando sobre las calles de París debe haber sido atenuada por el recuerdo de cómo en el taller blanco de su padre la harina de trigo flotaba leve y blanca y cubría todas las superficies horizontales alrededor de su padre. En el texto, Montejo habla del modo como el cree que modeló temática y estilísticamente su poesía, esa experiencia de vivir rodeado de la blancura, de ese espacio en el que su padre, manipulando ese material blanco del que se desprendía levedad, fabricaba con su arte el pan, único alimento cuyo nombre el cristiano eleva a Dios en esa plegaria que es el Padrenuestro (El pan nuestro de cada día dánoslo hoy). Lo que sacraliza al pan, lo que lo aleja de lo profano (aún si en rigor no le confiere consustancialidad con lo sagrado) es esa cualidad de provenir de un material leve y blanco que el hombre con sus manos trabaja para que luego el fuego lo transmute lentamente en pan. Todo esto configura al pan como aquel elemento del universo de cosas fabricadas por el hombre que ocupa un lugar especial y cercano a Dios. Un elemento material que está impregnado visualmente de un toque divino. Y así, eso que parece mera y pura circunstancia, el hecho de que el pan se haga de harina, que es leve, casi insustancial y blanca (porque aquélla que empleaba el padre del poeta, estaba refinada) como la luz que emana de Dios, para el poeta pasa a ser esencia de la harina, que es insumo del pan, que es metáfora de todo aquello que nutre al ser humano, en cuanto alimento material o espiritual.
El pan y las palabras se juntan en mi imaginación sacralizados por una misma persistencia. De noche, al acodarme ante la página, percibo en mi lámpara un halo de aquella antigua blancura que jamás me abandona.
Y qué mejor alimento no debía tener un poeta que en sus poemas indagaba el leve sentido del Universo (y del amor) que esas imágenes que lo acompañaron a lo largo de su vida en la que aparecían su padre y sus ayudantes rodeados por la harina durante la fabricación del pan. En el siguiente texto, el poeta hace una reflexión sobre el blanco como símbolo de una luz extremadamente intensa que, como la del Sol, enceguece los ojos. Y recuerda a propósito de este enceguecimiento cómo el pintor venezolano Armando Reverón, salía al aire libre a contemplar el paisaje que quería pintar, iluminado por el Sol del mediodía. Esta idea la desarrolla Eugenio Montejo en el ensayo En un playón solitario, donde hace referencia a la naturaleza e intensidad de la luz del litoral venezolano, a la que describe como:
Hecha de una intensa blancura calina que nos contrae las pupilas como en pocas latitudes de la tierra. Los viajeros venidos de países lejanos, sobre todo los que provienen de regiones septentrionales, pronto advierten que aquí el hombre está obligado a mirar de manera distinta, y acaso no poco del atractivo que el trópico les proporciona arraiga en esa nueva sensación de la mirada a que naturalmente han de someterse. Las cosas no se perciben tanto por la precisión de sus contornos o por las aristas de sus volúmenes; se nos vienen encima, querámoslo o no, casi disueltas en bultos de flotantes esfuminos. En los ardientes mediodías, aun bajo el ala del sombrero, los párpados se pliegan hasta casi cerrarse, defendiéndose de la abrasiva claridad.
Habría emulado Reverón al pintar sus paisajes la práctica de los habitantes del litoral venezolano, quienes a las horas en que la radiación solar es máxima, miran de manera distinta, entornando los ojos. Dejando tan solo una delgada línea horizontal entre sus párpados para que les lleguen las imágenes a sus retinas. Sin embargo, esta luz habría sido tan enceguecedora que, cuando luego como espectadores miramos las obras de Reverón, no importará cuánto entornemos los ojos, sus paisajes los veremos (y recordaremos siempre) como envueltos por una bruma (cuyo origen está asociado a fenómenos ópticos), que lava los colores del paisaje por saturación lumínica de los receptores ubicados en la retina. Esta idea la repite el poeta, con alguna variación, en El Taller Blanco cuando escribe:
Muchos hombres de nuestras costas guardan el hábito de verlo todo, aunque haya caído la noche, por una breve hendija que no deja adivinarles el color de los ojos. Ven como si durmieran. Así, por cierto, debió de pintar Armando Reverón, cuando en sus grandes telas de rústica materia trató de asir el testimonio de nuestra cruda intemperie marina. Así tendrían que ser vistos sus cuadros si queremos acercarnos a la vehemente luz que su pincel fielmente circunscribe. Son colores amotinados dentro de una tensión blanquecina que los presenta extraños, tan extraños como pudo ser el misterioso cuadro de Frenhofer antes de que su autor, según cuenta Balzac en La obra maestra desconocida, lo diera al fuego.
A diferencia de lo que dice el poeta en En un Playón solitario, en la referencia que hace en El Taller Blanco a los hombres de la costa y la pintura de Reverón, Montejo desarrolla su reflexión un paso más allá. Y nos dice que los habitantes de las costas venezolanas que entornan o entrecierran sus ojos, aunque haya caído la noche, mirando el mundo por una breve hendija, prefieren ver el mundo de ese modo, no solamente para que a sus retinas les llegue atenuada la luz enceguecedora del mundo externo cuando lo baña el Sol del mediodía sino también para, durante otras horas del día (al alba, durante la tarde, a la caída del Sol, o durante la noche), quizás para poder creer que lo que ven forma parte de sus sueños. Como queriéndonos decir el poeta que, en realidad estos hombres, desearían no ver el mundo sino soñarlo. No ser espectadores de este mundo sino soñadores (y visionarios) de otros mundos. Y uno podría agregar que, en general, los hombres que viven cerca del mar (en Venezuela, y en otras zonas tropicales) y pueden contemplar la línea del horizonte cada vez que lo deseen, al mirar esta línea es muy posible que se pregunten sobre lo que hay más allá del horizonte. Sobre qué es aquello que, aun cuando todavía no pueden verlo, se pudiera estar acercando a la costa. Justo donde están ellos. Esta práctica, con el paso de los años, sería capaz de tornar, a los más curiosos habitantes de la costa, en adivinos o en profetas que desean predecir qué es aquello que llegará próximamente a ellos (y que pudiera estar asociado a una diversidad de significados y consecuencias positivas o negativas), pero que todavía no han logrado ver el resto de los hombres. Con excepción de los soñadores (que pudieran haberlo imaginado). Y es así como la intensidad enceguecedora de la blanca luz del Sol, por medio de este retorcido curso de razonamiento, podría estimular la proliferación de soñadores, visionarios y profetas.
Nota: En febrero de 2009, los editores de la revista GP, publicamos en el décimo volumen de esa revista, una separata sobre la blancura, en la que reunimos un ensayo que escribí para esa ocasión sobre el tema y un par de portafolios fotográficos con textos que los presentaban. Luego de una serie de correcciones y ediciones, ese ensayo sobre la idea de lo blanco y la blancura se convirtió en una reflexión sobre ejemplos de cómo la blancura ha inspirado o alimentado la creación literaria, cinematográfica, artística e incluso la experiencia mística durante los últimos dos siglos, aproximadamente. El ensayo originaL fue publicado en este blog con el título de La blancura como metáfora del vacío. Este breve texto que publico hoy constituye uno de los fragmentos posteriores que incorporé en ese ensayo.