Jean Marie Gustave Le Clezio, La Música del Hambre
Uno de los méritos de La Música del Hambre, novela de Jean Marie Gustave Le Clezio, escritor francés cuyos ancestros tienen raíces en Niza y la isla de Mauricio, es su capacidad de mostrarnos (desde la literatura) ese momento en que surgen las primeras grietas, que eventualmente se convertirían en fracturas del cuerpo social y la malla cultural y moral de la sociedad francesa durante el período de casi quince años, comprendido entre mediados de la década del 30 y el fin de la Guerra. Ante esa inminente llegada del horror que constituía el nazismo, el orden causal se confundió y, como en esos casos de huevo o gallina, uno no sabe si fue el nazismo aquello que, al aproximarse, lenta pero ineludiblemente, hasta ingresar e invadir Francia, fracturó el orden moral de la sociedad o, había ya antes algo podrido, oculto y carcomido que yacía en el fondo de esa sociedad, y la había comenzado a agrietar, y luego a fracturar desde mucho antes. Lo que facilitó al nazismo la llegada y ocupación de la república francesa, e hizo a algunos ciudadanos franceses más propensos a colaborar con ellos.
La Música del Hambre narra la caída de una acaudalada familia francesa y, en paralelo, la vida de Ethel Brown—personaje inspirado en la madre del autor—, desde que tiene 10 años y sale a pasear con su tío abuelo, el señor Solimán, por las calles, parques y plazas de París. De un modo semejante a como el cuento de Edgar Allan Poe, «The Fall of the House of Usher», se ha leído como una alegoría de la enfermedad, envejecimiento y muerte de los miembros de la familia Usher, y no sólo como la narración del deterioro y decaimiento inexorables de ese edificio que era la casa de los Usher, La Música del Hambre se puede leer, tanto como la narración de la caída de la familia Brun (apellido de Alexandre, padre de Ethel) y su casa en la Rue du Contentin, como la de la temporal caída de la república francesa durante la vigencia del régimen de Vichy (entre 1940 y 1944), junto con la destrucción moral y cultural que sufrió Francia mientras fue gobernada por la coalición colaboracionista con la Alemania nazi bajo el gobierno de Petain. Pero, como dije al principio, lo que me interesa examinar en esta reseña son las fisuras iniciales que anuncian una catástrofe futura.
Cuando Ethel tiene 13 años muere el señor Solimán. Su muerte la afecta porque su tío abuelo era una de las personas de su familia a las que más amaba. La vida del resto de los personajes, lo que hacen, dicen y piensan, incluyendo a sus padres Alexandre y Justine, son descritos por Ethel con distancia e incluso con algo de frialdad. Lo que podría ser una consecuencia del inquietante clima de la preguerra, cuando todavía la familia de Ethel conservaba sus propiedades, su fortuna. Y aunque al comienzo Justine estaba profundamente enamorada de Alexandre, un día se dio cuenta de que la relación de su marido con Maude, una bella cantante pelirroja a la que Alexandre conocía desde antes de casarse, continuaba. Y eso la afligió e introdujo en su vida una razón para el silencio, para no pedirle cuentas a su marido sobre sus ausencias (o sobre cualquier prueba que demostrara que la relación pre- y extra-marital no había concluido), así como para la infelicidad y la resignación. Sin embargo, este sufrimiento que Ethel advierte en su madre, no constituye una oportunidad para que se acerque a ella como cómplice o como alguien que desea consolarla. En general, ni cuando sus padres disfrutaban todavía de su fortuna, ni luego, cuando las malas inversiones y la guerra les trajo la miseria, se acercó Ethel lo suficiente a ellos como para que dejaran de parecer actores que pasaban por la escena de un drama ininterrumpido que, gradualmente, a lo largo de los años, fue mutando en tragedia.
Aparte de su tío abuelo, a quien sí le expresó su afecto hasta su muerte, durante su adolescencia y primeros años de su vida adulta, Ethel solo tuvo una amiga cercana, a la que admiraba y amaba con una intensidad que rayaba en la pasión. Se trata de Xenia Antonina Chavirov, una condiscípula rusa, de pelo rubio, ojos azules, ascendencia noble cuya familia se había venido a menos al huir de la revolución rusa. Ethel admiraba en Xenia, no solamente su belleza, sino también la agudeza y crudeza de las frases que emplea para describir a los que pasaban delante de ellas y llamaban su atención cuando paseaban por París.
El señor Solimán acariciaba un solo sueño, construir la Casa Malva, nombre con el que Ethel había bautizado el pabellón de la India en la Exposición Colonial de París (de 1931). Cuando a Solimán le mostraron los planos de esa exposición, compró esa casa de madera y colores intensos para que cuando desarmaran el pabellón le llevaran todas las piezas al terreno que tenía en París, en el que sembró cóculos, laureles de la India y otros frondosos árboles exóticos. A diferencia del señor Solimán, Alexandre tuvo una vasta diversidad de sueños, más bien de fantasías. Cada semana, los vendedores de proyectos desfilaban por su casa para enamorarlo esperando que él invirtiera en alguno. Minas en Argelia, yacimientos petroleros en Túnez, ferrocarriles transaharianos, diamantes de Pretoria, inversiones inmobiliarias en Sao Paulo, maderas preciosas de Camerún y el Orinoco, entre otros. No siempre Justine se dejó arrastrar por esos sueños.
Aun cuando muchos de esos sueños eran meras fantasías, algunos formaron parte de las conversaciones de salón de la casa en la Rue Contentin a las que Ethel asistía. Sus padres recibían los primeros domingos de cada mes, a la misma hora, a visitantes, parientes, amigos que luego del almuerzo se quedaban conversando y polemizando en una larguísima sobremesa. Alexandre oficiaba de anfitrión, maestro de ceremonias y director de debates y Ethel, desde muy niña participaba. Primero como testigo silente sentada sobre las piernas de su padre. Cuando creció un poco, como atenta observadora, también callada, o como intérprete de piano que amenizaba a los invitados. Luego en las noches, anotaba en un cuaderno las frases y argumentos que había registrado y habían llamado su atención. Había sido mucho antes de comenzar a escuchar repetidamente el apellido Hitler (en boca de los invitados), cuando Ethel intuyó que algo había cambiado. “Fue como un endurecimiento, una acritud. Alexandre siempre estuvo obsesionado con la revolución anarquista, con la Gran Noche, en que se organizaría en París una enorme matanza, durante la cual a los burgueses y a los empresarios los colgarían de las farolas en los cruces de las calles. (pp 55-56). Quizás Alexandre sí era un hombre intuitivo y lo que él leía como el advenimiento de esa Gran Noche de sangre y venganza contra los ricos, era la proximidad de la violencia, de la guerra, y de la muerte, que circulaban como una niebla invisible, entre y dentro de las casas de París. O quizás Alexandre era inconsciente y no leía nada. Pero Ethel interpretaba el miedo de Alexandre respecto a la súbita llegada de una Gran Noche, como signo de que se acercaba un evento aterrador. Durante esos caprichosos accesos de pánico a lo que aún no había llegado, a Alexandre lo asaltaban ganas de huir al campo y se justificaba con Ethel diciendo: No tengo la menor intención de quedarme en París sabiendo que aquí va a arder todo (p. 58). Fue poco después cuando Ethel comenzó a escuchar pronunciar el nombre de Hitler. Al principio decían Adolf Hitler (…) incluso, a veces, Chemin decía: el canciller, o el jefe de Estado alemán. Hasta que, poco a poco, sin duda a medida que se instalaba en el poder o se convertía en una figura mundialmente conocida, se limitaba a decir Hitler (p. 59). Incluso, un día uno de los comensales lo designó como el Führer. Y estaba también la voz (extraña, vibrante, un poco ronca) de los discursos del dictador transmitidos por radio. Una voz que le producía escalofríos a Justine (p 59). Este detalle es interesante. Refleja cómo en ese tiempo en el que no había redes sociales como las actuales, la voz de un hombre cruel podía deslizarse en el interior de los hogares, alterando, y luego subvirtiendo los órdenes moral y social del espacio doméstico. Estaba también el discurso que emitía esa voz cuando se la escuchaba con atención. Eran promesas que producían temor en los muy buenos y satisfacción en todos aquéllos que deseaban una venganza o un orden, pensando que cabía la posibilidad de que Hitler fuese el elegido para ponerle fin al estado de caos social y decadencia moral en el que vivían, quizás engendrado por los judíos. Y entre la lista de frases cazadas al vuelo durante los debates de sobremesa, Ethel anotó: Hitler lo ha dicho en Nuremberg: Francia y Alemania tienen más motivos para admirarse que para odiarse. O esta otra: Maurrás lo ha escrito en L´allée des Philosophes: El genio semita se apagó después de la Biblia. Actualmente la República francesa es un Estado sin orden, en el que triunfan los cuatro confederados: judíos, masones, protestantes y extranjeros (p. 82). El colaboracionismo, la entrega de la nación y sus valores culturales y morales al enemigo invasor, iban a la par. La decadencia era un proceso inevitable. Y los franceses ni siquiera intuían de cuántos modos los iba a afectar aquel que creían iba a ser su salvador.
Ethel sufrió una desilusión que le llegó como una epifanía el día que se dio cuenta de que jamás se construiría la Casa Malva que había soñado el señor Solimán y que nunca se erigió, pero también, por contraste con la casa de la rue Contentin, la única casa que no decayó. Porque se quedó en el mundo de la fantasía. De otras cosas se dio cuenta ese día y durante los meses siguientes. Y aunque se recuperó de un ataque de vértigo (Era un dolor. Un vacío. A veces le hacía perder el equilibrio, p. 102) que se le manifestó como una somatización de su desilusión, pronto se dio cuenta de que ni siquiera recobrar el equilibrio iba a permitirle extirpar de su interior esa sensación de vacío. Que pudo haber sido un evento premonitorio de lo que iba a ocurrirle a ella, a su familia, y al país, con la llegada de los nazis a Francia. Uno de los eventos que alimentó ese vacío fue el retiro gradual de los integrantes del grupo que asistía a los almuerzos en la Rue du Contentin. Pese a la discreción de los comensales se había propagado el rumor de la catástrofe que se avecinaba. Probablemente las filtraciones procedían de la familia, de las tías, de los sobrinos, que habían vivido en la ilusión de la prosperidad de que disfrutaba la familia Brun, y que comenzaban a percibir señales inquietantes, grietas, fisuras (106). Todo anunciaba la inminente bancarrota de la familia Brun, la que había sido una consecuencia del patrón imprudente de inversiones en proyectos fantasiosos que había realizado Alexandre, perdiendo en ello incluso la herencia que el señor Solimán le había dejado a Ethel. Fue la caída de ella junto con su familia en la miseria lo que reforzó ese vacío que había nacido en su interior, al que no colmaba nada de lo que hiciera para ignorarlo: no cerraba los labios de la llaga, no llenaba el ser con la sustancia que se había vaciado año tras año, y que se había desvanecido en el aire (111). Y mientras tanto, en las calles de París, mirando a la gente que caminaba a su alrededor, Ethel pensaba (con no poca amargura): Toda esa gente indiferente, cada cual en su burbuja, en su concha. Unos paseando otros fingiendo estar atareados. Gente seria, modistillas, artistas. La comedia del bulevar (p. 123). Y en medio de esa caída inexorable hacia el abismo de la miseria, Ethel halló el amor en Laurent Feld, un inglés de pelo rojo enrulado al que había conocido muchos años atrás, en los almuerzos que organizaba Alexandre y que era hijo de un amigo de la infancia de su padre. Se verán juntos y harán el amor sobre la arena de la playa durante un viaje que hacen Ethel y sus padres a Pouldu, en la Bretaña. Ese interludio fue sólo el descanso para todo lo que vino después. La venta de todos los muebles y objetos de valor de la casa para pagarle a los acreedores. Y poco más tarde, luego de haberse vivido unos meses en un espacio casi vacío, la huida a Niza en medio de un caos generalizado. Huida que se asemejó a una peregrinación y que Ethel realizó con su padre envejecido y abatido por su fracaso, y Justine, apabullada por la conciencia de la pobreza. Los años de vida en Niza, con sus dos padres ancianos, con los que Ethel comparte el escaso alimento que consiguen son más tristes si el lector compara esa vida de hambre y escasez con al vida holgada y hasta de fasto y grandes proyectos que vivió la familia Brun en los tiempos de la preguerra. Lo otro que le pone un acento amargo al final de la novela, es una de las reflexiones finales que hace Ethel, cuando ha decidido marcharse a Canadá con su esposo Laurent Feld. Era demasiado tarde para saber la verdad, para conocer la auténtica historia de ambos, cómo se habían conocido, porque quisieron casarse, qué les dio la idea de engendrar una hija. Ethel descubre que no los quería pero que sentía cariño por ellos. Ese desamor filial fue quizás su modo silente y tardío de vengarse del expolio que hizo su padre de la fortuna que le había legado su tío abuelo. O del silencio cobarde de su madre, quien nunca le pidió cuentas a Alexandre por sus reiteradas traiciones y permitió que la hiciera sufrir toda su vida de casada. Por no haber sido judíos, el destino que les tocó a los Brun no fue el de la muerte en un campo de concentración sino el de la pobreza extrema en la que cayeron. Pero esa confesión final de desamor de la única hija es estremecedora y un lamentable efecto de la inconsciencia ante la miseria inexorable que iban a sufrir la familia, la nación y gran parte de Europa.