Una lectura de la barbarie en Joseph Conrad

Joseph Conrad publica su novella Heart of Darkness en 1899. En su brevedad y su mirada desencantada se asemeja a La Muerte en Venecia de Thomas Mann, ambas envuelven al lector en un argumento que los asoma a la boca de dos abismos a los que se pueden acercar los hombres (extraviados por la codicia, en la obra de Conrad, o fascinados por la belleza, en la obra de Mann) . Pero es ese primer abismo, aquel al que nos conduce la codicia, en el que me quiero detener. La obra de Conrad le muestra al lector lo frágil e ilusoria que es esa estructura que hemos construido a lo largo de miles de años de historia y a la que llamamos civilización. Una estructura que, según argumentaba Sigmund Freud en Civilization and its Discontents (publicado en 1929), nació de la culpa. Freud desarrolla en su ensayo la tesis de que la civilización se construye a costa de una merma en nuestra felicidad causada por el incremento del sentimiento de culpa, de modo que la conciencia nos convierte en cobardes. No osamos liberarnos de ese sentimiento que impide que salga a la superficie, y se manifiesta en palabras o en actos con consecuencias, aquello que creemos es lo peor de nosotros. El Corazón de las Tinieblas examina, como si fuera un caso de estudio, un evento en el que precisamente los personajes se liberan de esa coraza que los amarra, la civilización, que en un proceso gradual, se disuelve. Lo que ocurre, no necesariamente, como consecuencia de una decisión. Cuando tal disolución ocurre, cuando decidimos despojarnos de ese peso que es el sentido de culpa, y aquello que nos distingue como civilizados desaparece o se hace inútil, caemos violentamente al interior de la barbarie.

En la novela de Conrad, un hombre civilizado, luego de permanecer un tiempo suficiente en un entorno virgen (ignoto, oscuro, salvaje, hostil), alejado de toda civilización, se metamorfosea en un ser despiadado capaz de cometer crímenes atroces. El Corazón de las Tinieblas, puede leerse como una crítica europea (y a la vez un acto de contrición), que realiza un hombre civilizado en el momento en que cobra conciencia de la barbarie que el hombre blanco perpetraba en África a finales del siglo XIX, Un tiempo que coincide con el período durante el cual Leopoldo II, rey de Bélgica-quien había logrado convertir el territorio al que denominó Estado Libre del Congo (que en la actualidad es la República Democrática del Congo), en parcela para usufructo privado de sus recursos naturales-explotaba con escasa o ninguna consideración hacia los habitantes de ese territorio, recursos naturales como el caucho y el marfil, riquezas que el codicioso monarca expoliaba utilizando a los nativos como mano de obra prácticamente esclava. 

El Corazón de las Tinieblas estuvo inspirada en el viaje que durante el verano de 1890 realizó Conrad al Congo, casi diez años antes de la publicación de la novela. En esa travesía, Conrad partió de Burdeos y navegando por la costa Occidental de África, llegó al Estado Libre del Congo, desde donde prosiguió el viaje remontando un tramo de 100 kilómetros del río Congo hasta llegar a Boma, capital del Estado Libre del Congo, entre 1886 y 1926, en un vapor semejante al que describe en la novela. Después de pasar unos días en esta tórrida ciudad, Conrad continuó su viaje río arriba hasta Matadi, ciudad fundada por Sir Henry Morton Stanley en 1879 con la idea de que funcionara como un centro de comercio, dado que tenía el puerto fluvial más remoto construido sobre el río Congo. A esta región, Conrad denominaría en su obra el corazón de las tinieblas. Durante los días que pasa en Matadi, Conrad se encuentra con el irlandés Roger Casement, quien trabajaba en ese entonces al servicio de la Compagnie du Chemin de Fer du Congo. Desde Matadi, Conrad viaja por tierra a Kinshasa, y desde allí aborda otro vapor (Le Roi des Belges) en el que viaja río arriba durante un mes (para asistir a un vapor varado río arriba). Luego de haber registrado con meticulosidad en un diario su travesía de mil quinientos kilómetros remontando el río Congo, Conrad interrumpe súbitamente la escritura. Se sabe que, a comienzos de septiembre de 1890, el Roi des Belges inicia el viaje río abajo, ahora con Conrad como capitán. Al llegar a Kinshasa, Conrad recibiría nuevas asignaciones, que le disgustaron, puesto que involucraban tareas relacionadas con el comercio del marfil y madera. Ello, junto a complicaciones de su salud deben haber acelerado su decisión de disolver el contrato laboral y retornar, primero a Matadi hacia el mes de diciembre, y luego a Londres, en un viaje de unos dos meses y varias escalas. 

En el cuento publicado en 1897, “An outpost of progress” (que Conrad juzgó como su mejor cuento), Cel autor presenta por primera vez una historia en la que dos hombres europeos deben enfrentarse a la incertidumbre y riesgos de la selva africana en una estación comercial a la orilla del río Congo. Estos dos europeos, el Jefe Kayerts y el Asistente Carlier, han sido designados para trabajar en la estación comercial más remota a la orilla del río. Ahí los dejará el vapor con provisiones suficientes para seis meses. Los acompaña Makola, un nativo negro que habla inglés y francés, quien es responsable de llevar al día la contabilidad y—Conrad dice de Makola—en lo profundo de su corazón les rinde culto a espíritus oscuros. Makola tiene esposa y tres hijos. Los acompañan, además, diez miembros de una tribu lejana que viven cerca de la estación en chozas primitivas y funcionan como guardianes. De varios modos, Conrad nos informa en este cuento que la selva africana es un lugar oscuro y terrible. Nos dice que el Espíritu Maligno del que Makola es devoto gobierna las tierras al Sur del Ecuador. Habla también del carácter salvaje de la selva y cómo ésta iba a afectar a los dos hombres blancos: Dejados sin ayuda para enfrentar la tierra virgen, una tierra virgen que se hacía más extraña, más incomprensible, por los misteriosos avistamientos de la vigorosa vida que ella contenía. Y entonces, justo después de esta frase, introduce la hipótesis que llevará al extremo en El Corazón de las Tinieblas: Eran dos individuos perfectamente insignificantes e incapaces cuya existencia se hacía posible solamente gracias a la elevada organización de las masas civilizadas (…), las masas que creen ciegamente en la fuerza irresistible de sus instituciones y su moral, en el poder de su policía y de su opinión. Puesta en términos más concretos, Conrad parece sugerir la hipótesis de que la civilización, aquella que impide que el hombre se comporte como una bestia, no sería, como podríamos estar tentados a creer, un conjunto de atributos que son inseminados, desde la más temprana infancia, en cada miembro de la sociedad civilizada, con el fin de que éste se desarrolle vigorosamente y, dotado con ese don que es el libre albedrío, tome las decisiones que le permitan perseguir con el menor número de tropiezos su idea de la buena vida. Más bien, lo que se infiere de la idea de civilización que Conrad describe en este cuento, es que ésta sería externa al hombre y estaría fundada sobre y alrededor de la estructura social, que Conrad concibe como conformada por: «la organización (de las masas civilizadas)», la «fuerza irresistible de las instituciones», la «moral», el «poder de la policía» y la «opinión». Se derivaría de las ideas de Conrad la noción de que residirían en esta estructura externa al ser humano que es la civilización los mecanismos que constriñen su conducta y previenen que se expresen sus pasiones y emociones más primitivas; sería también esa estructura la matriz y el crisol dentro de cuyo seno se incuba y desarrolla hasta su expresión más madura la razón. Despojado el hombre de esa estructura externa, arrojado dentro de la selva inconmensurable e impenetrable, cuyos habitantes le rinden culto a dioses oscuros, los rasgos que denotan civilización sufrirían un proceso gradual de desmoronamiento y disolución. Por supuesto que el título del cuento de Conrad es irónico. No hay avanzada posible del progreso, ni de la civilización que lo hace posible, si se está rodeado de una selva de misterios inexpugnables (el río, la selva, esa tierra latiendo con vida, era como un gran vacío). Este argumento que desarrolla Conrad en las primeras páginas del cuento ayuda a predecir qué pasará con los dos hombres a los que el vapor, que llegará con un retraso de varias semanas, no recoge en la fecha convenida (seis meses) y las provisiones comienzan a mermar. Makola, quien parece obrar de acuerdo con una lógica comercial brutal e inclemente, tomará una decisión (entrega a un grupo de comerciantes de marfil, a los diez nativos que los cuidaban, a cambio de que ellos le entreguen un buen lote de marfil que él registrará como haber para la Compañía) que acelerará el desmoronamiento de ese recuerdo (vestigio) en que se convierte la civilización, con sus normas y sus valores morales, cuando se está en el interior de la selva, totalmente aislado. Al final, como si fuera Mersault, el personaje de esa novela absurda de Albert Camus que es El Extranjero), Kayerts dispara y mata a Carlier, en un acto irreflexivo que, uno podría pensar estuvo determinado por las circunstancias. El consiguiente suicidio de Kayerts justo cuando llegaba el vapor que se había retrasado no es más que el eslabón final de una cadena de eventos infortunados que, vistos en retrospectiva, parecían predeterminados. La descripción de Kayerts y Carlier como seres perfectamente insignificantes e incapaces nos hace pensar si, otros seres, de carácter fuerte y sobresaliente capacidad no podrían haber tenido un final distinto en esa misma estación aislada y remota, río arriba. ¿Pensaba acaso Conrad que seres humanos extraordinarios, podían resistir el efecto devastador que ejerce la selva sobre el hombre civilizado? 

Uno de esos seres extraordinarios sería Kurtz, personaje central de El Corazón de las Tinieblas. Sin duda, éste era un personaje muy distinto de Kayerts y Carlier, pues de Kurtz jamás se pudo haber afirmado lo que Conrad afirmó de esos dos. Sin embargo, hubo algo en Kurtz (quizás deberíamos llamar una debilidad) que, al igual que a éstos dos, allá en el corazón de la selva, lo condujo al extravío. Todo hace pensar que a Kurtz lo perdió, no su falta de genio (que lo tenía en demasía), sino su ansia de poder y su codicia, que parecieran haberse despertado y crecido cuando se interna en lo profundo de la selva congolesa. Sin embargo, veremos que esta conclusión peca de simple porque la dicotomía planteada en la novela de Conrad no opone solamente una periferia civilizada en la que impera el hombre blanco, a un corazón oscuro de la selva, al que se ha llegado lentamente, en el que imperan hombres bárbaros capaces de perpetrar los crímenes más atroces. Subyace al argumento filosófico de Conrad un postulado de origen neoplatónico según el cual el macrocosmos estaba contenido en el microcosmos, que era también un modelo del hombre. En términos contemporáneos, esta idea recuerda el principio de autosimilitud o recursividad, que es un rasgo que define a los fractales. En una de sus versiones, esta idea se refiere al tópico de la vida como viaje, no a lo largo de un camino recto o sinuoso, sino a través de un laberinto que reproduce ese otro laberinto que tenemos en nuestro interior que es el inconsciente, matriz de todos los laberintos internos. Si concebimos a la selva ignota y oscura, de difícil penetración por la densidad inextricable de su vegetación, el rio serpenteante que se adentra en su corazón sería otra representación literaria del proceso de acercamiento hacia el inconsciente individual, y creo que es aquélla que Conrad tenía en mente cuando escribió la novela El corazón de las tinieblas o “Una avanzada del progreso”. De acuerdo a la idea neoplatónica que establece la correspondencia entre lo que ocurre afuera, en el espacio geográfico, y lo que ocurre en la mente de los viajeros, el viaje por el río hacia el interior de la selva dispararía un viaje interno lejos de la consciencia, y por tanto de la razón y la civilización, hacia las fuentes del inconsciente.  Sería ese viaje río arriba lo que “desgastaría” gradualmente la conducta de los hombres civilizados. De modo que ese proceso de desgaste crearía la ilusión de que la civilización es una capa o película delgada que recubre nuestra identidad animal y bárbara. Kurtz habría sufrido este proceso cuando se internó en lo profundo de la selva. Uno como lector llega a convencerse de que es tan poderoso el influjo de la selva, que reproduce ésta de un modo tan perfecto la estructura del inconsciente, que el narrador de la novela, Charles Marlow, que realiza un viaje en el que sigue los pasos de Kurtz, tampoco será capaz de salir de ese laberinto sin consecuencias nefastas. Es por eso que Marlow se hace gradualmente semejante a Kurtz; se metamorfosea en Kurtz. Pero no por influencia de éste, sino por influencia de la selva, que es un espejo de su propio inconsciente, y también del inconsciente de Kurtz, y del de todos nosotros. 

En una ocasión que asumió un trabajo como capitán de un buque a vapor, Conrad encontró que compartía ese barco con un grupo de personajes poco amigables que hablaban con frecuencia de un tal Kurtz, a quien describían como alguien temible y admirable a la vez. Como “esencialmente un gran músico, un periodista, un hábil pintor, y un genio universal”. Utilizando esas historias, Conrad construyó a Kurtz como un brillante europeo que había recibido la mejor educación. En la novela, quienes lo han conocido lo designan con epítetos que inducen a pensar que era un ser moral e intelectualmente superior (“un prodigio”, un “emisario de piedad, ciencia y progreso”, un “hombre de inteligencia superior, amplias simpatías y unidad de propósito” absolutamente indispensable para desempeñar las tareas que le había encomendado la Compañía). Ese hombre superior, luego de haber realizado un recorrido que lo llevará al corazón del África, había sido incapaz de preservar su civilización, no había logrado que su raciocinio le impidiera cometer actos que la justicia hubiera penalizado gravemente, y la moral considerado inaceptables (e intolerables). Una posible explicación a la conducta de Kurtz, sería que para sobrevivir en un medio plagado de peligros como los que enfrentó en la selva africana, él había tenido que recurrir a habilidades y destrezas muy distintas a aquellas que había desarrollado en la sociedad civilizada. Por tanto, antes de juzgarlo, habría sido necesario enfrentar (o, del modo más realista posible, imaginar que se enfrentan) una serie de peligros y riesgos semejantes a los que él enfrentó cuando se internaba en el interior de la selva. Y solo si luego de ese experimento real o mental de empatía, la lucidez y juicio moral quedan incólumes, sería posible juzgar a Kurtz. En la novela de Conrad, Charles Marlow, quien ha ido a la selva a buscar a Kurtz, mientras viaja, realiza un ejercicio de empatía semejante. 

Kurtz podría haber sido un lector de La Rama Dorada, la obra sobre el asesinato ritual del Rey del Bosque y la magia simpática. Incluso es posible que Joseph Conrad, haya leído esta obra. Lo cual no es improbable si se considera que la obra de Frazer se publicó en 1890, y la primera edición completa de El Corazón de las Tinieblas, se publicó en 1903 (aun cuando una versión seriada de la novela fue publicada en Blackwood Magazine en 1899, solamente nueve años después de la publicación de la Rama Dorada). Las relaciones entre estas dos obras son tan obvias que, en Apocalypse Now, la película de Francis Ford Coppola inspirada en la novela de Conrad, el coronel Kurtz (interpretado por Marlon Brando) tiene el libro de Frazer sobre su mesa junto a From Ritual to Romance, obra escrita por Jessie Weston (que el poeta T.S. Eliot cita como fuente de su poema “Waste Land”). Sir James George Frazer, historiador de las religiones nacido en Glasgow, Escocia en 1854, aspiraba con su obra presentar una síntesis del pensamiento mágico en una diversidad de etnias aborígenes de los cinco continentes. Recurriendo al concepto de magia simpática, Frazer parecía haber hallado una explicación a la persistencia de narrativas semejantes en las etnias estudiadas. En el prefacio a la edición compendiada de esta obra, Frazer cuenta que lo que a él le había inspirado a escribirla era investigar la ley que regulaba la sucesión en el sacerdocio de la diosa Diana en Aricia, que era una comuna de la provincia de Roma en el Lacio. Cerca de Aricia, existía en la antigüedad un bosque de robles dedicado a Diana que llegaba hasta la ribera del lago Nemi, que en algún momento fue llamado Lacus Nemorensis, o lago de Diana. En tanto que bosque dedicado a una diosa ambos, sus árboles y el bosque, eran sagrados. Alrededor de uno de esos árboles vivía un hombre, corroído por la angustia, que blandía una espada desnuda y acechaba todo el tiempo hasta el más mínimo detalle del entorno que lo rodeaba. Era el sacerdote y rey del bosque sagrado. Vivía en permanente temor e incertidumbre porque ignoraba cuándo llegaría el hombre que lo fuera a asesinar. Sabía que, si se descuidaba, podía ser asesinado por un sucesor más fuerte o hábil que él que tomaría su puesto. Éste era el método de sucesión. En algunas de las versiones antiguas que describen esta tradición, que era a la vez un brutal ritual de sucesión al trono del rey del bosque, se añade que el asesino del sacerdote y rey del bosque sagrado tenía que ser cometido por un esclavo fugitivo que, antes de retar a muerte al sacerdote, debía desprender una rama de cierto árbol cuyas ramas no podían ser tocadas por cualquiera. Esta rama, “era aquella rama dorada que Eneas, aconsejado por la Sibila, arrancó antes de intentar la peligrosa jornada a la Mansión de los Muertos”. Frazer explica más adelante en el libro que la rama dorada es el muérdago, que crece sobre el roble y que en la mitología germana estaba asociada a Balder, dios de la luz de cabellos dorados al que Loki mata con una flecha que le dispara por la espalda y que estaba fabricada, precisamente, con una rama de muérdago. En la interpretación de Frazer, el ritual de Aricia sería un caso particular de una historia arquetípica: la de la muerte del rey del bosque por un rival que busca sucederlo. Este ritual legendario sería un recurso imaginado por el hombre primitivo para garantizar que aquéllos que gobiernan a los miembros de una comunidad sean siempre los más fuertes, diestros, hábiles y sabios. Mientras el rey sea el mejor, no podría ser derrotado por rival alguno. Además, Frazer postula que, en el pensamiento primitivo, el rey encarnaba (y no sólo representaba) al reino, de modo que su salud, fertilidad, fuerza y prosperidad eran las mismas que las del reino. A esta idea Frazer llamó simpatía, la cual actuaría de acuerdo con dos mecanismos: uno que dice que lo semejante produce lo semejante (mecanismo que se cree opera en la medicina homeopática, por ejemplo), y otro que dice que las cosas que una vez estuvieron en contacto se influencian recíprocamente a distancia, aún después de haber sido cortado ese contacto. El primer principio puede llamarse ley de semejanza y el segundo principio ley de contacto o contagio. La magia simpática formaría parte de un pensamiento que precede al concepto de causalidad, que vincula las cosas, no mediante leyes de causa y efecto, sino mediante principios de isomorfismo o vecindad física. Aun si el mecanismo que relaciona la causa con el efecto es fantasioso o imaginativo, en el universo del hombre de la antigüedad, la regla sucesoria a la que hemos hecho referencia, creaba un mecanismo de selección que definía reglas y oportunidades para desafiar los gobiernos de soberanos débiles, pusilánimes, necios, incapaces o ancianos. Este ritual emulaba de cierta forma un mecanismo de selección natural o artificial semejante a aquel que—según postularon Charles Darwin y su amigo y rival Alfred Russell Wallace— opera en la naturaleza (y en ocasiones en la sociedad) y produce la supervivencia de los mejor adaptados. Es posible que la acogida que tuvieron las ideas de Frazer entre los miembros de la comunidad académica y sociedad británica que leyeron su obra tempranamente haya sido propiciada por la familiaridad con la que estos mismos lectores habían acogido entusiastas las ideas de la teoría de la evolución planteadas por Darwin en su obra cumbre, El Origen de las Especies. Se podría suponer que los lectores de Frazer concluyeron que su obra proponía un análisis que extendía a la antropología e historia de las religiones ideas de la selección natural. En el universo mágico de La Rama Dorada, todo rey que deja de ser hábil, fuerte, sabio o capaz está condenado a morir o ser depuesto. Los mecanismos de selección natural y las contiendas y competencias diseñadas por los pueblos estudiados por Frazer, en su extrema versión original, o suavizadas por la civilización, permitirían seleccionar a los gobernantes más fuertes o mejor adaptados. Con la noción de suavizadas, quiero hacer referencia a evidencias revisadas por Frazer acerca de que, con el paso del tiempo, las prácticas que buscaban garantizar que el gobernante no había perdido su vigor y agudeza, dejaron de ser brutales y dieron origen a la institución de: Contiendas, pruebas, torneos que, sin causar la muerte del rey, ni amenazar su integridad física, garantizaban, de un modo periódico, que éste fuera el más capaz o, si ello no era el caso, que fuera reemplazado por un rey que reuniera los atributos esperados. 

A Marlow le informó la Compañía, que era su empleador, que tenía la tarea de remontar el rio para encontrar a Kurtz en el corazón de la selva y traerlo de nuevo a la civilización. Marlow emprendió su serpenteante navegación por este río que se interna en el corazón de la selva. A medida que remontan el río y viajan desde la periferia hacia el centro de la selva, Marlow y sus hombres van perdiendo (se van despojando de) esa suerte de barniz o piel gruesa que era la civilización.Quizá Marlow, que es uno de los sobrevivientes en ese viaje, se parezca demasiado a Kurtz. Eso explicaría que cuando finalmente se encuentra con él, le reconoce una grandeza que no esperaba que tuviera y comprende cómo ha llegado a ese estado de pensamiento cuasi salvaje. Kurtz tenía el mérito de no haber disfrazado su brutalidad; él mismo había descrito su trato hacia los nativos utilizando términos como exterminio, que puede ser considerado un sinónimo de genocidio. De algún modo, el coronel Kurtz se había convertido en el bárbaro monarca de un bosque virgen escondido en lo profundo de la selva. De acuerdo con el guión de Frazer, Marlow desempeñaría el papel de aquel que desafía al rey del bosque. Cuando al final llega a su destino, Marlow podria, si lo hubiese deseado, apoderarse del reino que Kurtz había erigido en la selva, pero no era el poder lo que buscaba. En el momento en el que Marlow emprendió el viaje que lo llevó hasta la Estación en la que Kurtz había establecido su pequeño reino, éste último ya se había convertido en un hombre enfermo y agonizante, cuya enfermedad no le impidió saber con anticipación que Marlow se acercaba con el fin de llevarlo de regreso a la civilización. Marlow se aproxima a Kurtz por el único camino que—Conrad imaginó—podría acercarse un hombre civilizado a otro que se halla en lo profundo de la selva:  navegando río arriba. Marlow dirá: Remontar ese río era como viajar hacia los más tempranos comienzos del mundo, cuando la vegetación floreció en la tierra y los grandes árboles eran reyes. Un río vacío, un gran silencio, una selva impenetrable. Es decir, el viaje que realiza Marlow, y que antes que él realizó Kurtz, constituye también un viaje hacia un tiempo pretérito; uno en el que todavía la luz de la razón no imperaba en el mundo y el hombre podía toparse o tropezarse, casualmente, con la oscuridad del inconsciente. Para impedir que Marlow llegue a su destino, Kurtz intenta detenerlo o disuadirlo, enviando con este fin a un grupo de nativos para que ataquen el pequeño vapor en que viajaban él y sus hombres. Durante el enfrentamiento muere uno de los miembros de la tripulación de Marlow. Pero Kurtz no quiere matar a Marlow, aunque tiene la certeza de que cuando Marlow llegue, él morirá. 

Al emprender el viaje río arriba hacia dónde está Kurtz, Marlow persigue un objetivo distinto del poder o de la riqueza. Va en pos de una visión y una sabiduría. La visión de la sombra, a la que pocos europeos habian tenido el valor de mirar de frente y que él intuye que puede ser la fuente clave de un conocimiento sobre sí mismo al que ese andamiaje que es la civilización le impide tener acceso. El lector sin embargo puede quedar indeciso sobre si eso que Marlow espera conseguir está allá en lo profundo (donde se encuentra Kurtz) o es más bien una sabiduría que provendrá de recorrer el camino. Como si lo importante no fuera llegar sino viajar, como si la sabiduría y la transformación que ésta debía obrar sobre Marlow, se derivara del acto de recorrer y no de lo que hay al final del recorrido. Me parece que la salida más fácil a este dilema es pensar que hay dos premios (conocimientos) a los que todo viajero puede acceder: el que se deriva del recorrido, que para Marlow constituye la mejor oportunidad para desarrollar empatía con aquel a quien persigue; o para preparar su mente y su cuerpo para experimentar algo de lo que Kurtz sintió mientras se internaba en lo profundo de la selva. Y está el conocimiento al que espera acceder al llegar a su destino. Es posible que mientras viajaba, Marlow se haya preguntado: ¿Qué sintió Kurtz cuando se asomaba, ocasionalmente, a esos abismos oscuros cuya experiencia le es negada al hombre civilizado? Marlow, mucho tiempo después de sucedidos los hechos, recordará a Kurtz y pensará: «La suya era una oscuridad impenetrable. Lo miré como se mira a un hombre que yace en el fondo de un precipicio al que nunca ilumina la luz del Sol». Esa visión que tuvo Kurtz de la profundidad de su propio abismo, el valor con que contempló las caras más oscuras de la naturaleza humana era ese conocimiento al final del camino que Marlow tanto ansiaba. «Y quizás en esto reside toda la diferencia; quizás toda la sabiduría, y toda la verdad y toda la sinceridad, simplemente están comprimidas en ese inapreciable momento de tiempo en el que pisamos el umbral de lo invisible». Las figuras que usa Marlow para describir la experiencia de Kurtz son de una rara y oscura belleza poética: “el fondo de un precipicio en el que no brilla el sol”, o “pararse sobre el umbral de lo invisible”. Quizás Marlow logró empatizar con Kurtz hasta el punto de visualizar él mismo ese abismo oscuro que Kurtz había contemplado y que se asemeja tanto a aquello que el psicólogo Carl Gustav Jung designa como la sombra, una parte oscura de nosotros mismos cuya existencia negamos con mucha frecuencia y cuyo reconocimiento constituye una etapa ineludible en el proceso de individuación. La filosofía de la Ilustración pretendía iluminar al mundo con la luz de la razón al tiempo que persistía en promover su sistemático desencantamiento, despojándolo de mitos, magia, fantasía, en suma, de las múltiples metáforas del inconsciente que es otro nombre para designar lo que llamamos la sombra. La búsqueda de la luz de la razón es una de las causas de que la sombra, los fantasmas y demás seres fantásticos que la habitan se hayan ocultado de nuestra vista. Uno debería pensar que Marlow tuvo acceso a las dos clases de conocimiento que pudo haber derivado del viaje extraordinario que realizó. Por tanto, una moraleja de la historia de Conrad es que todo viaje hacia las profundidades de los laberintos con los que nos topamos en nuestro mundo interno, así como de aquellos con los que nos topamos en el mundo externo (que son espejo y metáfora de los primeros), nos presentan riesgos y nos prometen un premio. 

Lo extraordinario en Kurtz, lo que no es común a otros que han realizado ese viaje hacia la profunda soledad de la selva, es su capacidad para hacer a un lado los velos y figuras fantasmales, reales o imaginadas, y mirar las consecuencias de los actos atroces que ha cometido durante la temporada que ha pasado en las tinieblas (en el infierno). Es lo que se podría llamar su capacidad para la autorredención, una oportunidad de lucidez que le llegó como epifanía, como revelación que se prendió y apagó fugazmente (igual que lo hace el relámpago) justo antes de morir. Es decir, la grandeza de Kurtz nace de su capacidad para darse cuenta de su locura. Lo fue aún si ésta lucidez llegó tarde: «Creo que el conocimiento le llegó hacia el final, solo cuando fue realmente el final», dice de el Van Shuyten, uno de los hombres blancos a los que Kurtz había encantado. Muchos conocen esas últimas y memorables palabras: The horror, the horror. Constituyen una de esas citas célebres de una obra, permiten imaginar qué clase de cosas extremas había sido capaz de hacer, propiciar o auspiciar. Como, por ejemplo, aquellos rituales inefables (unspeakable rites), aquellas danzas sagradas que bailaron los salvajes para Kurtz delante de él. Es muy posible que haya atormentado también a Kurtz el recuerdo de haber sido testigo o actor de tales rituales.

La historia que nos cuenta Conrad, también muestra lo innecesario que era el viaje como recurso para acercarse y conocer las tinieblas, las propias o las de otros, pues el hombre civilizado cercano a la luz de la razón no tenía que partir al corazón de ese continente que el léxico colonialista del siglo XIX clasificaba como oscuro, para contemplar desde el borde del abismo el fondo tenebroso que se oculta debajo de la costra frágil que es la civilización y la razón que ella hace posible. Conrad señala al comienzo de la novela, hablando a través de las palabras de Marlow, que en el río Támesis, donde estaba navegando plácidamente, en el pasado había tribus bárbaras muy distintas de las que uno se podía conseguir en África. Una consecuencia de esto es que, aunque cuando el hombre civilizado se adentra en el corazón de la selva ignota y oscura, su moral y sus normas de conducta, aquéllas que lo identifican como civilizado pueden relajarse, diluirse y llegar a la obliteración, (como les ocurre a Kayerts y Carlier, o a Kurtz), en la vecindad de un centro urbano como Londres, que es modelo de civilización. En el pasado remoto también hubo barbarie, y se cometieron en esos tiempos actos tan atroces y brutales como los que cometió Kurtz en el corazón de África en el presente. Y nada garantiza que, si la civilización se rasga o desgarra, esta clase de actos no puedan volverse a cometer, no de un modo puntual y circunstancial sino más bien masivo, en el corazón del Reino Unido, o en el mismo corazón de Europa. El Holocausto es una de las evidencias más trágicas de lo frágil que es ese velo o costra al que llamamos civilización. 

Hay otro mensaje más críptico que nos envía Conrad en esta novela. Que el poder con el que uno se topa en el seno de la selva o, alternativamente, en el corazón de la civilización, es la mejor metáfora de la oscuridad. O quizás se podría parafrasear esta proposición afirmando más bien que éste constituye una de las peores amenazas a la civilización. Lo que nos llevaría a pensar que quizás Kurtz se marchó al corazón de la selva buscando la esencia del poder. No cabe duda de que deseaba ejercerlo como amo y señor en los dominios que marcó de manera tan categórica. Pero ese poder lo poseía a él mucho antes de llegar a la selva. Conrad nos dice que Kurtz era un hombre con carisma y genio, pero sobre todo, tal como lo recuerda Marlow, era un hombre con un don de palabra mágica y envolvente que hipnotizaba. «Sus palabras—recuerda Marlow en cierto pasaje—, tenían para mí, para mi mente, la maravillosa capacidad de sugestión que tienen las palabras que escuchamos en los sueños, frases proferidas en las pesadillas». Y en otro pasaje dice: «Oh sí yo escuché más que suficiente. Y yo estaba también en lo cierto. Una voz. Él era muy poco más que una voz. Y yo lo escuché—la escuché—a esta voz—otras voces—todas ellas eran muy poco más que voces—y el recuerdo de esa época persiste a mi alrededor, impalpable, como la vibración agonizante de un inmenso farfulleo, tonto, atroz, sórdido, salvaje, o simplemente cruel, carente de todo sentido». Esa palabra mágica que Kurtz pronunciaba, es ahí donde residía su poder; era ésta palabra la que lo había enredado y había tejido la red de la que luego no pudo escapar. La misma que lo ligaba a ese pequeño y perdido reino que había fundado en la lejana estación de marfil que La Compañía poseía en lo más recóndito de la selva. Es como si el poder mismo hubiese sido una gigantesca y compacta madeja, un ovillo tejido con palabras, en la que el rey se internó poco a poco hasta que, de repente, un dia se dió cuenta de que ya no podía salir de ella. Había olvidado cómo salir (en un olvido semejante al de Rip Van Winkle) y es en esa clase de olvidos cuando se pierde la lucidez. La embriaguez, la corrupción de la carne y del espíritu, la desfiguración y decaimiento del cuerpo y de la mente, contribuyen todas, gradualmente, a destruir la lucidez. El tiempo había atrapado a Kurtz dentro de ese ovillo que era el ámbito sobre el que gobernaba y dentro del cual como señor omnipotente ejercía su poder. Lo que él creyó que eran nuevos hilos de esa madeja, de repente se dio cuenta de que no eran otra cosa que hilos discursivos, constituidos por los silogismos que habían construido sus palabras vacías, las promesas incumplidas, las mentiras que había propuesto como verdades de seda, aunque tuviera la certeza de que tan solo eran ilusiones. A Kurtz lo perdió su búsqueda concupiscente del poder, ese poder que había ejercido a su arbitrio en su pequeña comarca en el interior de la selva, manipulando como marionetero los hilos discursivos con los que quiso tejer una red que atrapara en su interior a todo los que creyeron en él como si fuera un dios. En la película de Coppola, justo en el momento en que llega Marlow, Kurtz lee el poema de T.S. Eliot, The Hollow Men, cuyo epígrafe dice: «Mistah Kurtz, He dead». 

La belleza de la narración de Conrad, reforzada por la versión que formuló Frazer, que en cierta medida la configura como narración mitológica y arquetípica, ayudó a cautivar a los lectores y persuadirlos del contenido de verdad de algunas de las conclusiones que se podían derivar de ella. Una primera conclusión sería que en el mundo contemporáneo,  la razón y la civilización están perpetuamente amenazadas por factores que pueden hacer al entorno caótico, complejo e incierto, emulando las características que tenía la selva congoleña y el modo como actuó ésta sobre Kurtz y Marlow. Un corolario de esta conclusión es que el hombre civilizado puede deslastrarse con relativa facilidad y en poco tiempo de lo que lo definía como tal y convertirse en un bárbaro, lo que haría posible que cometa (sin culpa) inefables atrocidades, si permanece un tiempo suficiente en un medio con las características señaladas. Una segunda conclusión es que la razón y la civilización, el permiso que les hemos otorgado para que ambas imperen irrestrictas sobre nuestro cuerpo y sentidos, sobre nuestras pasiones y emociones, constituye un formidable obstáculo  que nos impide a los seres humanos alcanzar un conocimiento ancestral sobre nosotros mismos que perdimos cuando nos convertimos en seres civilizados. Por tanto, sólo aquellos que escaparon de la civilización, logran conocerse a sí mismos, pues acceden a la posibilidad de recuperar en el aislamiento en que los sumen los entornos ignotos y remotos, los rasgos más sombríos y antiguos que configuran nuestra identidad. Por supuesto este camino se debería transitar como si uno fuera un asceta, pues no está exento de riesgos, y los que lo emprenden corren el riesgo de perecer o volverse locos o, en casos extremos, convertirse en seres irracionales capaces de amenazar el orden de la civilización. Un corolario de esta segunda conclusión es que algunos de quienes han accedido a este conocimiento, aun cuando en su carácter de bárbaros hayan perpetrado crímenes atroces, les queda la oportunidad de la redención, como aquélla que le llegó a Kurtz como un rayo final y postrero de lucidez y conciencia. Quizás solo los que osan asumir el riesgo de la locura pueden liberarse de la civilización, y del peso que Freud sostenía (en el ensayo citado al comienzo de este texto) ella impone sobre los hombres, el peso de vivir con la culpa. 

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