Drama y deseo en dos obras tardías de Philip Roth

En varias de sus últimas novelas, y en particular en El animal moribundo (2001) y La humillación (2009), Philip Roth ha mostrado tener un gran talento para examinar la inadecuación que produce el envejecimiento en los hombres y las mujeres de la sociedad norteamericana. Como si la vejez fuese una oportunidad que nos ofrece la vida para la reflexión introspectiva, los personajes de las novelas de Roth que se hacen viejos (Simon Axler, David Kepesh, Nathan Zuckerman, entre otros), comienzan a plantearse una serie de problemas existenciales que tienen como raíz: la salud física, el sexo (más bien la escasez o ausencia total de éste en los casos extremos) o la soledad. Por lo general, estos personajes sufren crisis existenciales que afectan su articulación con sus entornos familiar, social, laboral y creativo.

La vejez, la enfermedad y el deseo

En El animal moribundo, el profesor de 62 años (ahora parcialmente retirado de la docencia) y crítico de libros David Kepesh ha seducido a su estudiante de 24 años Consuelo Castillo, una hermosa descendiente de cubanos. David cautiva a Consuelo aun más cuando le muestra ese lado oscuro y bestial de la sexualidad, ese lado que cuando lo descubrimo cobramos conciencia de nuestro parentesco con los animales. Y esta suerte de epifanía (porque no se trata sólo de un simple aprendizaje sino de una experiencia súbita e intensa mediante la que Consuelo adquiere conciencia de esa dimensión bestial de la sexualidad) le da acceso a Consuelo a un «sueño siniestro». «La muchacha instintiva que revienta no solo el recipiente de su vanidad sino también el cautiverio de su cómodo hogar cubano. Ése fue el verdadero comienzo de su dominio, el dominio en el que mi dominio la había iniciado. Soy el autor de su dominio de mi.» (p. 43). La diferencia de edad es la fuente de un tormento particular para David, quien de un modo indirecto hizo que la pasión animal que había despertado en ella, le hiciera sentir unos celos terribles. No puede concebir que hombres jóvenes no aprecien y deseen a Consuelo del modo que el lo hace. Sin embargo, la primera etapa de esa relación que se hacía más intensa cada día y en la que David tenía cada vez menos control de sí mismo termina por culpa de David, quien decide a última hora no presentarse a la fiesta de graduación de Consuelo. Y esto la hiere e indigna profundamente.

Pasará un tiempo antes de que David y Consuelo se reeencuentren. Y cuando esto sucede la historia romántica se convierte en trágica. Consuelo aparece una vez más en su vida para decirle que sufre una enfermdad fatal. Esta enfermedad compensa el desbalance estructural que estaba definido en la relación entre el hombre viejo y la mujer joven. El cáncer es una enfermedad que reduce drásticamente su probabilidad de supervivencia, y pocos meses más tarde cuando los médicos le informan que le deberán hacer una mastectomía, el argumento de la diferencia estuctural en parejas con gran diferencia de edad se invierte o, en el mejor de los casos, desaparece. Dice Kepesh hacia el final de El animal moribundo: «…Consuelo conoce la herida de la edad. Envejecer es inimaginable excepto para quien envejece. Pero esto ya no es así para Consuelo. Ella no mide ya el tiempo como los jóvenes, mirando atrás, al punto de partida. (…) el tiempo es ahora el futuro que le queda, y ella no cree tener ninguno. Ahora mide el tiempo contando hacia adelante, contando el tiempo por la proximidad de la muerte. (…) Su sentido del tiempo es ahora el mismo que yo tengo, acelerado e incluso más desesperado que el mio» (p. 162). Roth construye una belleza trágica en esta novela al dibujar esa relación simétrica entre dos animales moribundos que, como lobos heridos, uno siente que se reconocen, se huelen, lamen mutuamente sus heridas, se aman con angustia y sentido del fininminente, e intuyen que adentro de ellos un deseo inagotable e insaciable, quizás los trascienda.

Envejecimiento, deseo y representación
La humillación (The humbling) comienza con una crisis creativa. En Broadway no había mejor actor que Simon Axler. Pero ahora él sentía que su vida en las tablas había terminado y que nunca más sería capaz de representar los grandes papeles con el brillo que lo caracterizaba, con la fuerza y energía que lo caracterizaban, que eran consistentes con su físico gigantesco, robusto, de voz poderosa y memoria prodigiosa. No parecía posible que nada lo convenciera de lo contrario. No podía interpretar ni un Shakespeare de baja intensidad ni uno de alta, y eso que había representado papeles shakesperianos durante toda su vida. Su Macbeth era ridículo y asi lo afirmaron cuantos lo habían visto y muchos no lo vieron (p. 13). El único papel a su alcance era el de una persona que representaba un papel. Un hombre cuerdo que interpretaba a un demente. Un hombre estable que interpretaba a un hombre deshecho (p. 14). De esa convicción de que su vida profesional había llegado a un término, se derivaba logicamente la idea, primero difusa, pero que poco a poco cobraba forma, de realizar un único acto final: el de su suicidio.

Quizás para justificar la lógica impecable de lo que, sin ser una decisión tomada, era por lo menos una presunción, Simon construye mentalmente una lista de los protagonistas de las mejores obras dramáticas de todos los tiempos que han cometido suicidio: «Hedda en Hedda Gabler, Julia en La señorita Julia, Fedra en Hipólito, Yocasta en Edipo rey, casi todo el mundo en Antígona, Willy Loman en Muerte de un viajante, Joe Keller en Todos eran mis hijos, Don Parritt en El repartidor de hielo, Simon Stimson en Nuestra ciudad, Ofelia en Hamblet, Otelo en Otelo, Casio y Bruto en Julio César, Goneril en El rey Lear, Antonio, Cleopatra, Enobarbo y Charmian en Antonio y Cleopatra, el abuelo en Despierta y canta, Ivanov en Ivanov, Konstantin en La gaviota. (p. 49).

Esta lista pareciera convencer a Axler (aunque no dice realmente tal cosa) de que quienes sienten la vida en el tuétano, quienes alcanzan la médula de las cosas, aquellos cuyas vidas se parecen a las de los personajes de las grandes obras dramáticas, inevitablemente, más temprano que tarde se enfrentarán, sino al suicidio, por lo menos a considerarlo seriamente. Unos llegaran a éste por hastío; otros por sentir que sólo esa puerta final les permitiría salir de una situación de dolor intolerable. O, uno pudiera también pensar, que todos los personajes de la lista de Axler han llegado a la idea del suicidio (y luego a su ejecución), porque vivieron con el valor de darle la cara a la experiencia (o la obsesión de buscarla una y otra vez), cada vez que la vida los enfrentaba con ella. O, mirándolo de un modo más banal, podría también pensarse en que todos ellos eligieron esa salida por culpa de una obsesión por el control. Porque de un modo u otro, todos esos personajes habían sido decisores de su vida. No dejaron que fuese el azar (el carro que los atropella), el destino (la fatalidad de la enfermedad), Dios o la genética (la muerte natural) lo que los invitara de buena o mala manera a abandonar la vida. La renuencia a no ser agentes de su salida del mundo, los había conducido al suicidio, para demostrarse a sí mismos y a los demás que salir de la vida fue para ellos el resultado de un acto final de la voluntad, un último aspecto de su vida que controlaron, y no la consecuencia del azar. Y sin embargo, el suicidio no es un acto volitivo, creativo o imaginativo sino todo lo contrario, una respuesta casi automática a circunstancias que nadie elegiría por su propia voluntad. Y una de ellas es la vejez, que es un proceso inexorable y natural pero no algo deseado. Se pregunta David Kepesh en El animal moribundo: «¿Puedes imaginar la vejez? Claro que no. Yo no lo hice, no pude hacerlo, no tenía idea de cómo era. Ni siquiera una falsa imagen: ninguna imagen. Nadie quiere que sea de otra manera. Nadie quiere enfrentarse a nada de esto antes de que deba hacerlo.» (p. 46)

En esa obra Roth trata de convencernos de que la única manera de imaginar el suicidio como una decisión es insertarlo como evento de cierre de una historia dramática. Construir al suicidio como una representación y por tanto como último acto dramático de la vida, y no como experiencia. Porque el suicidio es justo lo contrario de una experiencia a causa de que no es posible tener memoria del suicidio cuando se lo ejecuta exitosamente. No hay una vida que se enriquezca con esa experiencia. Cuando Simon se da cuenta de que ha construido esa lista y ha considerado ejecutar un acto semejante, es decir, cuando se da cuenta de que él puede representar un peligro para sí mismo, decide internarse en un Hospital Psiquiátrico, donde pasa 26 días. Y al salir se siente mejor.

Al cabo de unos meses, Simon se topa con Pegeen, la hija de sus viejos amigos, gente del teatro, Asa y Carol Stapleford. La había coocido cuando nació. Hacía mucho tiempo que no la veía. Simon sabía que Pegeen era lesbiana. Pero apenas ella entra en su casa, Pegeen le cuenta que hace poco que ha terminado con su pareja, luego de que ésta decidiera dejar de ser mujer y someterse a una operación de cambio de sexo. Las cosas se dan muy rápido y todo parece auspiciar el inicio de una inesperada relación afectiva que, muy fácilmente, no obstante la resistencia que pone Simon para que eso no ocurra, lo enreda. Pegeen tiene 40 años y él 65. Como en Animal moribundo (donde la diferencia de edad es mucho mayor, de cincuenta años, entre el profesor David Kepesh y la atractiva estudiante Consuelo Castillo) esta diferencia de edad (25 años) constituye una oportunidad para que Roth discurra sobre los factores que afectan la viabilidad existencial pero también, y sobretodo, la social y la cultural de una pareja de ese tipo.

Simon convierte su relación afectiva en su mejor actuación en una obra de teatro que ha escrito y puesto en escena él mismo. En su relación con Pegeen, interpreta un papel con birllo notable, aun cuando pocos meses antes había creído que nunca más podría hacer tal cosa. Simon actúa la relación (en el más amplio sentido de esa palabra) y, como si fuera a la vez el director, libretista y actor de una representación dramática privada para disfrute de sólo ellos dos, decide que desempeñará en esa pieza una versión del papel de Pigmalión. Por esta razón Simon ha convertido a Peegen en una atractiva mujer (comprándole vestidos de Prada, zapatos de tacones altos, abrigos finos y pagándole cortes de pelo en una peluquería chic de Manhattan) que en nada recuerda a la mujer hombruna y desgarbada que se había aparecido en su casa poco tiempo antes. Lo terrible, y esto forma parte de la obsesión de Roth con este tema, es que los padres de Pegeen desaprueban abiertamente la nueva relación de su hija y se lo hacen saber a Pegeen. Les parece que ella podía ser más feliz antes que ahora, con una pareja heterosexual que en pocos años se convertirá en un anciano a quien ella tendrá que cuidar. Esta censura de la sociedad (o quizás el temor a que ésta actúe negativamente sobre la relación) a una relación en la que existe una amplia diferencia de edad entre el hombre y la mujer, es una constante en las novelas de Roth.

El lector se da cuenta rápidamente, poco antes de que lo haga Axler, de que la felicidad que le ha traído Pegeen a su vida es perecedera. Esto se lo ha insinuado a Axler la decana Louise Renner, quien se obsesionó con Pegeen y a quien ella dejó. Un día Louise se aparece en casa de Simon, quizá para buscarla; quizás para tratar de advertirle a Simon de lo que se encierra dentro del cuerpo de esa mujer. Luego de un breve conversación, Simon reflexiona y le dice a Louise: «Hay algo en ella que tiene una gran potencia sexual (…) Tiene muchos aspectos potentes-dijo la decana» (p. 100)

Intuir la fuerza de algo que al principio no es obvio (esa potencia sexual que residía en Pegeen, que había estado algo aletargada durante los primeros meses de la relación con Simon), alimenta los temores de Axler. Hasta que un día ocurre lo esperado: Pegeen terminará la relación. Y cuando esto ocurre, ese sucedáneo de drama con un acto único y un libreto que él improvisaba, que era representado sólo para Simon y Pegeen, termina abruptamente. Cuando Pegeen se va de la vida de Simon, ésta se vacía de forma aparentemente definitiva. Y en esta ocasión, Simon siente que nada de lo que haga lo ayudará a volver a llenar su vida de tensión dramática y significado.

Pero a Simon le queda un único y último recurso. Imaginar una última representación. Un acto dramático más intenso que esa experiencia perecedera que fue su relación con Pegeen. Sabe Simon que éste será un acto más privado que el anterior. Un acto ante cuyo público no es posible hacer el ridículo porque te olvidaste parte del libreto. Esto a causa de que ambos, el público y el libreto son inexistentes. Y sin embargo, el suicidio es un acto que lo puede reivindicar como el actor que era y que siempre será en la memoria de los que lo conocieron.

En 1969, cuando tenía 36 años, Philip Roth publicó Portnoy´s complaint (El lamento de Portnoy), la historia de un judío neoyorquino que le confiesa a su psicoanalista, sin inhibiciones en el lenguaje que usa, los imaginativos modos como él ha podido satisfacer su desaforado deseo sexual. Esta novela, que lo convirtió en una polémica celebridad estaba llena de la energía y la pasión de un adulto joven. Pero el autor se ha hecho mayor y con el paso del tiempo, ha visto cómo ha ido menguando el acervo energía que antes parecía inagotable. Lo dramático, o casi trágico, es que ese casi insaciable deseo sexual de los personajes masculinos de Roth, no merma con la edad. Y sin embargo, el cuerpo que es susceptible al inexorable paso del tiempo es, como dice el poema Sailing to Byzantium de William Butler Yeats que le da título a El animal moribundo: «Consume my heart away, sick with desire/ and fastened to a dying animal». El poema habla de un deseo insaciable amarrado a un cuerpo que muere un poco cada día. No hay modo de resumir mejor la tragedia planteada en las obras tardías de Roth. En suma, si toda edad está signada por un sino trágico que el poeta, dramaturgo o novelista debe identificar para luego, una vez que ha concluido su disección, revelar en su obra lo que ha descubierto en las entrañas de la tragedia, la vejez está invariablemente signada por este hecho contundente: que fabricados de carne viva que tiene la capacidad para sentir, padecer, envejecer y finalmente morir, estamos habitados por un deseo incólume que no cede fácilmente en su potencia al avance arrollador e inexorable del tiempo. No es una conclusión que toque conceptos numinosos. Tampoco es de orden místico o trascendental. No se trata de afirmar que el deseo yace en algún lugar del alma, que es eterna. Se afirma solamente que el deseo es de una naturaleza distinta de lo físico. Una que no tiene conciencia del paso del tiempo. O de una que no quiere cobrar tal conciencia.

Un comentario en “Drama y deseo en dos obras tardías de Philip Roth

  1. Hola, quizás os interese saber que tenemos una colección que incluye el relato ‘Defender of the Faith’ de Philip Roth en versión original conjuntamente con el relato ‘The Courter’ de Salman Rushdie.

    El formato de esta colección es innovador porque permite leer directamente la obra en inglés sin necesidad de usar el diccionario al integrarse un glosario en cada página.

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