(No leer si no se ha visto la película)
En estos tiempos de cuarentena global para frenar el avance de esta cruel pandemia, me he topado con la película El Hoyo (2019), cuya trama hace referencia a una cruda y cruel distopía futura de rasgos kafkianos que es la opera prima del director español Galder Gaztelu-Urrutia. Prácticamente la totalidad de la trama se desarrolla dentro de un espacio distópico que Imoguiri (Antonia San Juan), quien trabajó para la Administración antes de ingresar en él, en una ocasión en que conversa con Goreng (Iván Massagué) le cuenta que se llama Proyecto Vertical de Autogestión. Es una estructura que tendría la intención declarada de promover en quienes ingresan dentro de ella una conducta de solidaridad espontánea. Si la trama muestra una clara inspiración kafkiana en los axiomas y lógica con la que funciona ese universo diminuto que es el Proyecto Vertical de Autogestión, cuyos funcionarios, como sucede en muchas obras de Kafka, son inalcanzables y sordos a todo intento de comunicación que realicen los personajes, la puesta en escena cinematográfica parece deberle mucho al corto de 11 minutos de duración Next Floor, dirigido por el canadiense Denis Villeneuve. La luz, la paleta de colores fríos (en los niveles debajo del cero), lo siniestro en la puesta en escena, los gestos denotando la gula y la voracidad en las caras de los comensales, así como la variedad y abundancia de platos con carnes, aves, pescados, frutos del mar, dulces, frutas, quesos, con los que el equipo de cocina sirve la mesa, son semejantes en las dos piezas fílmicas. Incluso ese edificio con un hueco central por el que cabe una mesa, es común a ambas producciones. Y sin embargo, El Hoyo introduce una variante no poco importante que reconfigura la narrativa. En Next Floor, es la mesa la que junto con los comensales desciende de piso en piso, como por etapas. Y eso nos hace pensar que la gula, y no solo la comida, hacen a cada minuto más pesados a los comensales, hasta que la placa del piso del comedor en el que se encuentran la mesa, con ellos alrededor, cede y todo desciende un piso. En El Hoyo, los comensales están distribuidos por pares en cada uno de los niveles, en los que están dispuestas habitaciones que se comunican entre sí por un hueco central cuyo único propósito parece ser el de permitir descender (y eventualmente ascender) a una plataforma que funciona como mesa encima de la cual ha sido servida, de un modo escrupuloso y aparentemente opíparo, una impresionante variedad de los más exóticos y exquisitos manjares. Digo opíparo porque los platos servidos dan la impresión de que fueran a salirse por los bordes y caer, de tan juntos que están uno al lado del otro. Los comensales estiman que la estructura vertical debe tener 250 niveles. En el nivel cero, desde el que (aparentemente) parte la plataforma cada día en un ciclo diario, un ejército de meticulosos cocineros, cuidan hasta el mínimo detalle la disposición de los alimentos en cada plato y de éstos en la mesa (plataforma). Y sólo cuando todo ha sido dispuesto a la perfección, la plataforma inicia su descenso diario, pasando de un nivel al siguiente, como si estuviera movida por algún mecanismo invisible que la hace semejante a un ascensor levitante. En cada nivel (el número más bajo es el de más arriba), la plataforma se detendrá unos minutos, el tiempo suficiente para que los dos comensales de ese nivel coman lo que pueden; luego continuará su descenso hacia los niveles inferiores. En su viaje de descenso, la plataforma atravesará centenares de pisos. Y al final, cuando toque fondo, la plataforma habrá quedado expoliada, saqueada y vacía. No habrá sido solamente la gula la que actuó. Habrán contribuido a ese caos y ese saqueo, la conducta desconsiderada que se fue tornando cada vez más bárbara (a medida que la plataforma descendía) de los comensales de los niveles superiores. Que desordenaron, aplastaron, pisaron los manjares servidos que no comieron. Que rompieron los platos y las bandejas; dejando la plataforma en un estado de deplorable suciedad. Todo lo cual empeoró las cosas para los de abajo. Luego de tocar fondo, la plataforma ascenderá sin detenerse, como propulsada por una turbina, hasta el nivel cero para reiniciar el ciclo cuando vuelvan a estar todos los platos dispuestos para ello.Toda pareja de comensales permanecerá un mes en el nivel en el que hayan sido asignados, luego serán mudados en parejas de acuerdo con el azar, a una habitación en otro nivel. Ni los espectadores ni los comensales intuyen las escenas de horror, abyectas, siniestras y tenebrosas que tienen lugar en los niveles inferiores. Éstas son peores de lo que cualquiera pudo nunca haber imaginado.
En El Hoyo habrá comensales en pisos superiores, más felices; los habrá en pisos intermedios, medianamente felices; y los habrá en los pisos inferiores, muy poco o nada felices, y con riesgo de morir de inanición o (para evitarlo) de verse forzados a actuar de modos inimaginables, que seguro atentan contra sus valores y creencias y los convierten en seres peores que un bárbaro. Pero si un mes es poco tiempo para que la metáfora de la lucha de clases opere como un modelo válido es, en cambio, un período de tiempo suficiente para que aparezca el rencor, que es más primitivo, menos elaborado y más lineal que la dialéctica de la confrontación entre los de arriba y los de abajo. Ese rencor que surgirá en los de abajo por culpa de la escasa o nula comida que les llegó determinará, que en el mes siguiente, si sobreviven y quedan en un nivel superior, se comporten con rabia y no solo con gula y desconsideración. Ello empeorará la situación de los de abajo, quienes al subir (si el azar lo determina así) se comportarán aún más salvajes. Está claro que el sistema es inviable. No tiene posibilidades de equilibrio. Mes a mes, la conducta debería ser peor. Y si en un momento dado la comida alcanzaba hasta el nivel 100, pudiera ser que al cabo de cierto número de ciclos apenas alcance hasta el nivel 50.
En algún momento, los espectadores se topan con lo que parece ser un supuesto de diseño del proceso que tiene lugar en esa estructura vertical: Que si los de arriba no se arrojasen con gula, si no comiesen más de lo necesario para sobrevivir, los del medio y, sobretodo, los de abajo, podrían no morir de inanición o, en su defecto, podrían no tener que recurrir a actos bárbaros, como el de despojar con brutalidad de una parte o la totalidad de sus alimentos al comensal con el que comparten el piso o, lo que es incluso peor, recurrir a la antropofagia, cortando como descuidados Shylocks (Mercader de Venecia), trozo a trozo, carne y sangre de sus cuerpos aún vivos, para prevenir que se descompongan antes de haberlos comido. Es decir, uno cree que la intención del guionista pudiera haber sido la de plantear una situación análoga a la del juego conocido como Dilema del Prisionero. Buscando que, por ejemplo, las parejas, utilicen el hueco central para comunicarse, y ponerse de acuerdo sobre alguna regla que les permita cooperar con el fin de tomar, en cada nivel, solamente aquella cantidad de comida suficiente para poder sobrevivir, y no más. Hacerlo además de un modo que no dañe la comida que no se consume. No escupirla, no pisarla, no contaminarla con excreciones de tipo alguno. Pero uno luego se da cuenta de que ni siquiera ésa parece haber sido la idea. Puesto que, si incluso el escenario improbable de cooperación perfecta entre los comensales ocurriese, ello tampoco le permitiría comer la cantidad suficiente de calorías a todos. Porque la cantidad total de alimentos (calorías) servidos cada día en la plataforma, no parecen ni remotamente suficientes para alimentar a las 666 personas que ocupan los 333 niveles a través de los cuales (uno descubre hacia el final de la película), desciende la plataforma. Esta consideración crea la pregunta sobre si hay algún escenario que permitiría lograr un mayor grado de felicidad (un menor grado de horror) que el que produce el conjunto de reglas diseñadas por la Administración de ese mundo distópico. Distopía a la que, curiosamente, los protagonistas han ingresado voluntariamente. ¿Nos condena la naturaleza humana, cuando nos encontramos en circunstancias específicas, a la más aciaga extinción? ¿O tenemos siempre los humanos la capacidad de visualizar una salida a situaciones que parecen no tener ninguna?
En el mundo kafkiano que el director ha creado para los espectadores, los oídos de quienes trabajan en la Administración nunca escucharán las quejas, y tampoco recibirán ninguno de los mensajes, que los comensales (entre los que se cuentan por supuesto los protagonistas de la película) se planteen hacer llegar hasta ellos. No lo digo porque Goreng nos parezca un soñador o un idealista que se plantea empresas imposibles de realizar. Tampoco lo digo por el hecho de que haya sido la única persona en la historia de esa estructura al que se le haya ocurrido ingresar con un libro (nada menos que El Quijote), pudiendo haber elegido un arma, un gato, o una almohada de plumas. Lo digo porque la naturaleza kafkiana de la estructura en la que funciona El Hoyo define el carácter inaccesible de la Administración. A lo más que pueden aspirar los comensales es a ser informados paciente y detalladamente, como lo hace Imoguri, la ex empleada de la Estructura, con Goreng, quien le explica el propósito de El Hoyo, sus reglas, y los riesgos que puede esperar. Lo que le cuenta Imoguri a Goreng, nos recuerda a Olga, aquella hermana de Barnabás (un insignificante empleado de El Castillo), que con lujo de detalles le explicaba a K la lógica de la complejísima máquina burocrática que aseguraba el funcionamiento de El Castillo. Todo sueño de revolución, de cambio en el estado de cosas dentro de la Estructura; todo sueño de justicia, equidad, solidaridad, está condenado a fracasar. Ni siquiera la mezcla de empeño delirante con determinación total, podrán alterar en un ápice el modo como se hacen las cosas dentro de la Estructura.
Y sin embargo, el azar podría permitir que alguno de los comensales, cuando concluya el período de tiempo que le tocó (que suele ser el que él eligió al decidir ingresar a esa estructura) y salga al mundo exterior, pueda denunciar el horror que se vive dentro de esa estructura. E incluso actuar a titulo individual o junto con otros, luego de haberlos convencido de la importancia de acompañarlo en la acción. La actuación más fácil sería la denuncia. O alguna protesta pacífica que tenga como propósito que las reglas de la Administración se modifiquen sustancialmente o que, en su defecto, ella sea cerrada. Aunque debajo de mi esperanza, advierto que me queda la sospecha de que la pesadilla es peor de lo que parece ser. Sospecho que en el mundo externo a El Hoyo, esa estructura no es una aberración sino un objeto común (por denominarlo genéricamente de algún modo) que con un mismo diseño y con un semejante mecanismo de funcionamiento, se repite innumerables veces aunque a escalas distintas (como si fuera un fractal) y sostiene la funcionamiento de ese mundo. Como si dijéramos que el panopticon imaginado por Bentham, y el Big Brother de Orwell son mecanismos hermanos, movidos por un mismo propósito. Si éste fuera el caso, si el mundo externo a El Hoyo fuese una versión en una escala más vasta de ese horror, ¿cuál podría ser el objetivo de ingresar (voluntariamente como lo hacen los personajes de la película) a El Hoyo? ¿Para facilitarle la adaptación a los desadaptados que se rebelan contra los principios de diseño de ese mundo? ¿O es todo lo contrario? ¿Es acaso El Hoyo una colonia penitenciaria a la que se envía a todos aquellos que critican el mundo perfecto, feliz y utópico en que se ha convertido la realidad? Un mundo en el que todos creen estar viviendo lo más completo, bello y bueno que hubieran podido vivir.
Mirar una distopía desde otra distopía
Esta nota sobre una película que narra una historia de horror que ocurre en un mundo distópico pudiera parecer impregnada de una ironía cruel. Pero siento que no lo es. La reflexión sobre variantes distópicas de la realidad es análoga (en su carácter necesario) a la reflexión sobre la realidad de una pandemia cruel que inunda nuestro mundo con historias de horror. De ambas podemos sacar lecciones importantes. De las distopías de la ficción, lecciones sobre qué hacer para reconocerlas cuando apenas aparezcan en el océano de lo real como meras hipótesis, como insignificantes y aparentemente intrascendentes planteamientos, actuar con rapidez para impedir su materialización. De escenarios distópicos, inimaginables en algunos casos por el horror que conllevan, pero que trágicamente ya se han materializado, tenemos que asumir la tarea de examinar la sucesión de malas decisiones tomadas en diversos ámbitos de la sociedad que permitieron que tal escenario se hiciera realidad. Para nunca más repetirlo. Y también, en ambos casos, para descubrir cómo la luz, la esperanza, la solidaridad y todo aquello de extraordinario que tiene lo humano, puede surgir en los momentos más oscuros, aciagos y desesperanzadores de una historia de horror. Para reconciliarnos una vez más con nuestra especie. Para devolvernos la fe en la grandeza del Homo sapiens. En sus posibilidades de ascender desde la barbarie hacia una esfera de luz intolerable.