Revisitando El Último Magnate

Fitzgerald

Francis Scott Fitzgerald

De todas las heroínas que Francis Scott Fitzgerald creó en sus novelas—entre las cuales recordamos por su encanto, inteligencia y poder de seducción a Daisy Buchanan del Great Gatsby, y a Nicole Diver de Tender is the Night—, Kathleen Moore es la más elusiva, escurridiza y enigmática. Una de las notas que escribió Fitzgerald sobre ella: Girl like a record with a blank on the other side. Esa frase es una perfecta descripción de su belleza elusiva, recubierta de un resplandor indescifrable. Kathleen representa de un modo particular a esas mujeres que tienen una cualidad inefable (en su belleza) que atrae a los hombres a la vez que los confunde, de modo que quienes caen bajo su influjo no pueden explicar completamente qué es lo que en ella los atrae. Al productor Monroe Stahr, el último magnate de ese período mágico de Hollywood que fue la década de los treinta, esa mujer de veintiséis años—a la que, en las primeras notas que hace de esa novela póstuma e inconclusa que es The Last Tycoon, Fitzgerald llama Thalia, que es el nombre de la musa de la Comedia y la Poesía Idílica—lo había dejado intrigado y descolocado. La había divisado por primera vez luego del terremoto que había ocurrido en Los Angeles. Se encontraba junto a otra mujer en la locación de una película que estaba rodando el estudio de Stahr. En medio de la devastación que había creado el terremoto, Stahr advierte que dos mujeres se habían trepado a la inmensa cabeza de una estatua de la Diosa Siva buscando protegerse de la fuerza de una corriente de agua que corría por el medio de la calle. Al verlas, de inmediato pidió ayuda para rescatarlas. Y fue así como tuvo la oportunidad de estar cerca de ellas por unos instantes. El encanto instantáneo que ejerció Kathleen sobre Stahr, no residía solamente en la belleza de su piel, que le pareció impregnada de un resplandor peculiar, como si hubiese sido rociada con fósforo, y tampoco en la de su cara, con esa velada expresión constelada. Era también el sorprendente parecido de Kathleen con Minna, la esposa de la que Stahr había enviudado y a la que aún amaba. Había sido tal el efecto que ella le produjo durante esos instantes en que la estuvo contemplando que Stahr llegó a pensar que esa mujer lo había planeado todo para llegar a él.

Luego de realizar una pequeña investigación, Stahr conoce a Kathleen. La descripción de esa relación de amor a primera vista, fugaz, intensa, mágica; de la devoción que un hombre inmensamente poderoso y rico como Stahr siente por Kathleen, es el recuerdo más memorable del fragmento de novela que legó Fitzgerald. Los críticos no se han puesto de acuerdo sobre el título que debería tener. Fitzgerald murió de un infarto en 1940, a los 44 años, cuando trabajaba en la novela. La edición de Edmund Wilson, fue titulada The Last Tycoon. Pero en una carta que, tres semanas antes de morir, le escribe Sheila Graham (la amante de Fitzgerald) a Maxwell Perkins, amigo y editor de Fitzgerald en Scribner´s, ella refiere que él pensaba que el título de la novela debía ser The love of the Last Tycoon. Matthew Bruccoli, crítico y biógrafo de Fitzgerald publicó en 1993 una edición de la novela con este segundo título que incluyó una re-escritura de 17 de los 31 capítulos que iba a tener la novela, utilizando también para ello las notas del autor.

Sumidos en la incertidumbre sobre lo que hubiera llegado a ser esta novela póstuma e inconclusa, que algunos se han preguntado si podría haber sido superior al Great Gatsby, en la edición de Wilson de 1941 uno se encuentra con una historia de amor conspicua y singular que tiene un carácter poco común en la literatura norteamericana del siglo XX. En una de las notas del autor que Wilson agrega a la edición final que hace del manuscrito, la que tiene como título “Stahr and Kathleen”, Fitzgerald escribe: Yo quería una seducción—muy californiana y sin embargo nueva—muy Hollywood, digamos. Y luego, unas líneas más abajo: ¿De dónde vendría la calidez en esta historia? ¿Por qué piensa él que ella es cálida? Más cálida que la voz en Farewell to Arms. Mis chicas siempre fueron cálidas y llenas de promesas. ¿Qué puedo hacer para que esta historia sea honesta y distinta? El mar de noche. Como. St-Pol (lo utilicé en Tender is the Night). ¿Por qué en el fondo las novelas románticas francesas son frías y tristes? — ¿Por qué Wells era cálido?. Estas notas nos ayudan a aproximarnos a la diversidad de consideraciones que hizo Fitzgerald para construir una historia de amor diferente a todas las demás que había escrito. Una relación entre uno de los creadores de la ilusión de Hollywood y una mujer (joven) que no esperaba nada de Stahr porque tenía una vida independiente que la hacía libre. Lo que hace pensar en que a Fitzgerald le parecía que la posibilidad de que los personajes involucrados en una relación sentimental pudieran ejercer su libre albedrío era clave para crear una historia de amor original y conmovedora. Hay otra decisión que tomó Fitzgerald cuando planeaba la novela que le confiere a la historia de amor de The Last Tycoon un carácter particular. Y es que la historia está contada (en parte) por Cecilia Brady, la hija de Pat Brady (antes empleador y ahora socio de Stahr, quien aspira a retomar el control del estudio), que estaba enamorada platónicamente de Stahr. Cecilia, en los últimos capítulos, logrará en parte realizar su sueño de ser amante de Stahr, pero cuando éste se da cuenta del juego sucio que planea Brady, se separa de Cecilia y ésta, quien había contraído tuberculosis, escribirá la historia de Stahr y Kathleen en el sanatorio para tuberculosos en el que está hospitalizada; cosa que, Fitzgerald consideró, no era bueno que el lector lo supiera desde el comienzo porque le hubiera dado una impronta demasiado melancólica a la novela, cuando su deseo era que en la novela, la pasión e intensidad del amor entre Stahr y Kathleen hubiese sido tan fuerte como para distraer o hacer olvidar al lector de todas las otras razones que éste pudiera haber encontrado para entristecerse.

La lectura de esta novela inconclusa, que es mucho más que un fragmento, le ofrece al lector un retrato minucioso y de múltiples capas en el que se adivinan las complejidades del carácter de Stahr. Antes de ser testigo de la relación entre Stahr y Kathleen (que comienza en el Capítulo Cuatro y se desarrolla y profundiza en el Capítulo Cinco), el lector tiene la oportunidad de acompañarlo en las diversas tareas que desempeña en el estudio que dirige. Y se da cuenta, y en ello el texto es verosímil, de cómo la capacidad de trabajo y el genio de Stahr hacían posible que él fuera el eje que le confería sentido económico a todas y cada una de las películas que se producían en su compañía. Aunque cuando estaba reunido con sus socios y patrocinadores, Stahr era el más joven del grupo, había sido un niño prodigio y eso lo reconocieron su empleador (Pat Brady, quien estaba inspirado en Louis B. Mayer, fundador de MGM donde Irving Thalberg, ejecutivo en quien está inspirado Stahr, llegó a MGM a  los 22 años y alcanzó a ser Director de Producción) desde que lo conociera a los veintidós años. Entonces, más que en el presente, Stahr había sido el hombre del dinero entre hombres de dinero. En su cabeza, era capaz de imaginar los costos con una velocidad y exactitud que los dejaba perplejos, porque ellos no eran ni magos ni expertos a pesar de la opinión popular que se tiene sobre los judíos en materia de finanzas. El talento de Stahr no se limitaba a lo económico o financiero. Tenía también una intuición superior e inmediata sobre lo que constituía una buena historia. Así, una escena en la que Stahr le explica a Prince Agge, uno de los financistas de sus películas, el método de escritura colegiada de guiones que se practica en la productora, su interlocutor se sorprende y le pregunta sobre cómo se puede garantizar unidad de sentido (de la historia) si a lo largo del proceso de producción de una película el equipo de escritores cambia varias veces (What does make the—the unity? (…) I´m the unity (p. 77).

Otra de las tareas que desempeña Stahr, acompañado de su equipo de colaboradores, es la revisión del nuevo material cinematográfico producido. En el Capítulo Cuatro, Fitzgerald lo describe en acción durante una de esas sesiones regulares en la sala de proyecciones (que se convocaban a diario a las dos y media y a las seis y media), que parecía una sala de cine en miniatura con cuatro filas de butacas y una mesa con timbres, lámparas y teléfonos. Siempre, el diagnóstico de Stahr sobre cada trozo de pietaje que le mostraban era implacable, exacto, minucioso y rápido. Todos sabían que él no iba a transigir si algo le molestaba. Ni siquiera con los detalles más insignificantes. El encuadre de una escena o personaje podía no haber sido el correcto, la cámara podía no haber tomado a la protagonista desde el ángulo correcto, la actuación no lucía convincente o lo que decían los actores (el guión) lucía banal o carecía de sentido o era escaso en verosimilitud. O incluso, un detalle como la presencia de un pelo, que se podía advertir en un lado del encuadre, todo eso, Stahr lo podía advertir con una velocidad y precisión superiores sin equivocarse. En esa fase de supervisión del material cinematográfico pre-ensamblado que se revisaba a diario en la sala de proyecciones, la mirada de Stahr imponía, e imprimía, unidad de sentido, garantizaba la calidad que caracterizaba a la productora, le otorgaba coherencia de estilo y continuidad de visión al material producido a lo largo de los años (todo lo cual, un espectador agudo debía haber sido capaz de reconocer como uno de los atributos de ese estudio). De modo que la mirada de Stahr era organizadora, estandarizadora y creadora. Fue esa misma mirada la que, en los instantes que siguieron al terremoto, que es la escena que abre el Capítulo Dos, cuando Stahr está sumido en el caos que produjo ese movimiento de tierra en la locación adyacente al estudio, y quizá meditando sobre el impacto que podía tener ese suceso en el cronograma de rodaje de las películas, se da cuenta en un abrir y cerrar de ojos de la presencia de la chica con el cinturón plateado con estrellas recortadas. Gracias a ese cinturón él logrará dar con Kathleen. Aun cuando su memoria confundió a las dos chicas, pues la que tenía el cinturón resultó ser Edna, la amiga, y no Kathleen, tuvo la fortuna de que, cuando conoció personalmente a Edna, quien sabía que Stahr había estado casado con Minna, se da cuenta de la confusión y concluye que, a quien debe estar buscando, es a Kathleen. Eso quiero destacar. Que en ese sitio desordenado y puesto patas arriba por el terremoto, el ojo de Stahr había sido capaz de identificar al vuelo, en el tiempo de un parpadeo, a la mujer exacta, aquélla de la que se enamora. Y quizá eso explica la confusión. Su ojo infalible había fallado porque Kathleen no era material cinematográfico sino la mujer cuya piel brillaba con un resplandor que hacía pensar que hubiese sido rociada con fósforo y ese resplandor lo había dejado confundido. O como la describe Cecilia más adelante (con unos ojos cuyos celos no pueden ocultar su admiración por la belleza de Kathleen), cuando la mira por primera vez en un evento al que habían invitados Stahr y otros amigos: Just a girl with the skin of one of Raphael´s corner angels and a style that makes you look back twice to see if it were something she had on. El ojo de Stahr no había fallado en identificar la mujer con ese resplandor raro y singular sino en asociarla a un detalle que permitiera recordarla. Ese ojo único de Stahr, pudo retener solamente, de esa visión casi extática que tuvo de Kathleen, un dato errado: Que esa noche ella llevaba un cinturón plateado. A ese detalle se aferró su memoria para encontrarla posteriormente. Era un equívoco, explicable. Quizá el único que jamás había cometido. La segunda vez que la vió, lo pudo haber previsto, supo que no se había equivocado, la semejanza entre Kathleen y Minna era impresionante. Pero más impresionante fue el intenso y lento cruce (y entrelazamiento) de miradas, la de la chica y la del productor. For an instant they made love as no one ever dares to do after. Their glance was slower than an embrace, more urgent than a call (p. 85). Ningún lector hubiera esperado que de ese encuentro surgieran emociones menos intensas. Aunque el escritor (ni como narrador omnisciente ni por boca de Cecilia), lo menciona, uno podría pensar que tampoco Kathleen había podido quitarse de la cabeza a Stahr desde el momento en que lo vió por primera vez la noche del terremoto. Y que, por tanto, ella lo estaba esperando. Aunque esa noche no se hubiesen cruzado palabra, Kathleen debió haber tenido la certeza de que él la iba a buscar. No es descabellado que ella haya imaginado como sería el momento en que finalmente él tocaría a su puerta, quizás hasta fantaseando con la imagen de que ella era la Cenicienta y Stahr el Príncipe. Esa sospecha de que ella estaba consciente del cataclismo emocional que había producido en Stahr es reforzada por lo que le dice cuando se encuentran la segunda vez que salen, en un momento en que están bailando. You´ve fallen for me—completely. You´ve got me in your dreams. Stahr, a la defensiva, replica: I´d forgotten you” he declared, “till the moment I walked in that door” (la sala de baile de la fiesta a la que ella ha ido). Esta frase era seguramente una mentira dirigida a ella, pero también una mentira que se hacía a sí mismo, y que ella no le cree: Forgotten me with your head, perhaps. But I knew the first time I saw you that you were the kind that likes me—“.

Aunque Fitzgerald solo escribió dos capítulos y medio de la historia de Stahr y Kathleen, la lectura deja la sensación de que la relación quedó suficientemente delineada como para que el encanto que nos dejó su lectura permanezca en nuestra memoria. Si la hubiera desarrollado habríamos conocido más detalles y no todos hubieran contribuido, necesariamente, a que la recordemos y mejor o que la disfrutemos más. Por ejemplo, podríamos haber conocido más sobre W. Bronson Smith, el hombre con el que Kathleen se había comprometido y al que seguro no amaba como a Stahr, pero con quien igual se casa. Al final del Capítulo Cinco, en la última salida antes de que Kathleen se case, ella le cuenta a Stahr que está comprometida y él pregunta si lo ama. “Oh, yes. I´m in love with him.” The “Oh yes” told him she was not—told him to speak for himself—that she would see (p. 147). No es creíble que un hombre con la intuición de Stahr, con su ojo para los detalles, se equivocara en esa apreciación. O hubiéramos sido testigos del disgusto que (al pasarse el encanto inicial) le produjo a Stahr darse cuenta de que Kathleen—quien no era una de las actrices glamorosas y conocidas con las que estaba acostumbrado a salir—, era pobre, desafortunada y tenía una apariencia de clase media que no calzaba con la grandeza que él esperaba de la vida. Ése fue otro error. Otro acto fallido en la vida de un genio. No darse cuenta de la medida en que necesitaba a Kathleen; de la medida en que la relación con ella representaba su felicidad. La de ambos. Stahr al final corrige este error, pero ya era muy tarde. Su salud se había deteriorado y la dinámica de sus responsabilidades en el estudio sólo le permite un par de salidas más, que Fitzgerald las menciona en la sinopsis. Fue tarde, además, porque su muerte súbita cuando se estrella el avión aceleró el fin de esa relación. Quizás nos habríamos enterado de cuál era la enfermedad grave que padecía Stahr, la que hizo que dos de sus médicos le diagnosticaran que le quedaba poco tiempo de vida. O habríamos sido testigos de cómo Kathleen era seducida por Robinson y se convertía en su amante, engañando de este modo a su marido y a Stahr, cosa ésta última que a los más románticos hubiera producido cierto disgusto. O habríamos sufrido por la pobre Cecilia, quien al verse abandonada retaliativamente por Stahr, cuando éste se entera de los manejos oscuros del padre de Cecilia, se arroja en los brazos del escritor de guiones Wylie White, un hombre al que no ama. Eventualmente, esta situación, sumada al asesinato de su padre y la muerte de Stahr cuando se estrella su avión, le produce una crisis de nervios que la lleva a contraer tuberculosis.

Regreso ahora al principio. A ese momento mágico en que Stahr, en medio del caos que ha producido el terremoto en la locación adyacente al estudio, una noche de luna, fija la vista sobre Kathleen, su rostro, su piel tocada por el fósforo. Ese momento me recuerda el instante en que el fotógrafo Steve MacCurry entra en el campamento de refugiados en Afganistán y se topa con Sharbat Gula. Advierto un paralelismo entre el fotógrafo y el productor. Ambos, en un parpadeo, descubren en medio del caos, y la miseria en el caso de MacCurry, un ser que representa de un modo casi perfecto la belleza tras la cual, a su modo, cada uno de ellos ha perseguido en la vida.

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